César Cervera | 14 de agosto de 2021
La Ley de Memoria Democrática pretende trazar una línea recta y limpia entre la Segunda República y la Transición, como si la segunda fuera heredera democráticamente de la primera, y no, como en realidad fue, el estrepitoso naufragio que los políticos del 78 buscaron evitar.
La Guerra Civil es una mina de polémicas casi diaria, aunque, por desgracia, casi todas ellas son de carácter político y no histórico, como cabría esperar de un episodio ocurrido hace más de ochenta años. En las últimas semanas se han juntado varias distintas, una de ellas en torno a la Ley de Memoria Democrática, que pretende trazar una línea recta y limpia entre la Segunda República y la Transición, como si la segunda fuera heredera democráticamente de la primera, y no, como en realidad fue, el estrepitoso naufragio que los políticos del 78 buscaron evitar.
La otra polémica es un disparate para agitar espíritus poco informados y negar algo tan evidente como que en 1936 se produjo un golpe de Estado. Y es que hoy se puede negar prácticamente cualquier cosa. Vivimos en un tiempo donde hay grupos que rechazan la redondez de la Tierra (¡Cómo para pedirles que se unan a la conmemoración de la Primera Vuelta al Mundo!), que no creen en la existencia de un virus que ha matado a millones de personas, que argumentan que el cambio climático es una ficción ecologista mientras ven reverdecer el Ártico y que se ponen en manos de políticos que les mienten descaradamente. No puede ya sorprendernos nada y, de repente, ocurre. Una y otra vez, alguien siempre encuentra la manera de meter los dedos en las llagas de Jesucristo sin reconocer lo que tiene delante de sus ojos.
Eso de arrogarse la voluntad de pueblos enteros, o de medios, es uno de los trucos más baratos de los nacionalismos
Solo así se puede comprender la afirmación del exministro Ignacio Camuñas sobre lo ocurrido en julio de 1936: «No fue un golpe de Estado, sino un fracaso de todos los españoles». Frase que no sostiene ni la historiografía más sesgada y que no tardó ni un día otro político conservador en respaldar con el negacionista tuit: «Que fue media España que se alzó contra la otra media porque estaba siendo agredida». Sin entrar en las razones políticas por las que se plantea a estas alturas este debate tan poco histórico, basta recordar que lo sucedido a principios de la Guerra Civil no fue un levantamiento de los españoles, sino de una minoría del Ejército, solo 4 de los 24 generales principales, apoyada de fuerzas políticas minoritarias (Falange tenía menos de 10.000 afiliados antes de la guerra).
Sí, se produjo un golpe militar que pretendía hacerse con el poder, fuera este más o menos legítimo. Punto. A partir de ahí se puede debatir sobre cuánto tenía de democrática la República a esas alturas o si Manuel Azaña, su presidente, no hizo mucho por evitar la rebelión militar, aunque estaba informado de que iba a ocurrir, para ganar él más autoridad en una izquierda dominada por los radicales. También se puede hablar largo rato sobre las intenciones originales de los golpistas, entre los que había republicanos recalcitrantes como Miguel Cabanellas o Queipo de Llano, y hasta se puede discutir sobre la simpatía popular que recababan esos militares entre los españoles católicos que se sentían agraviados por las sectarias políticas republicanas. En lo que no se puede perder el tiempo es en una cuestión tan elemental como la nomenclatura.
Si la República tenía que temer una inminente agresión violenta era por parte de anarquistas, socialistas y comunistas que llevaban años llenando las calles de tiroteos y reyertas
Definir el golpe de Estado como el «levantamiento de media España», como añadió Agustín Rosety Fernández de Castro, de VOX, supone dar por sentado que en España había solo dos Españas, y no muchas, y que una mayoría de españoles estaba dispuesta a matar a sus vecinos y amigos por cuestiones ideológicas. Ciertamente había una masa creciente de personas que había abrazado postulados extremistas a derecha e izquierda, pero del dicho al hecho siempre hay un abismo. En realidad, si la República tenía que temer una inminente agresión violenta era por parte de anarquistas, socialistas y comunistas, que, no conformes con aquel intento de democracia liberal, llevaban años llenando las calles de tiroteos y reyertas. Pocos miembros del grupo más representativo de las fuerzas conservadoras, la CEDA, estuvieron implicados en el golpe de Estado.
La Guerra Civil se pudo evitar hasta el último momento, y si finalmente acabaron los españoles del 36 acuchillándose entre sí, aquí sí de forma bastante simétrica y masiva, fue por la determinación irresponsable de unas élites políticas y unas minorías que no supieron ni quisieron frenar el estallido. La mayoría de los españoles se vieron arrastrados a un bando u otro por una mera cuestión geográfica. Una vez en faena, por supuesto, no faltaron los episodios de brutalidad entre civiles, como culminación de lo que se ha venido a llamar ‘la edad de odio’ de toda Europa. Lo que cabe esperar cuando los estados entregan armas de fuego y patentes de corso a los vecinos para resolver sus disputas locales.
Aparte, eso de arrogarse la voluntad de pueblos enteros, o de medios, es uno de los trucos más baratos de los nacionalismos. A los independentistas catalanes se les llena la boca hablando de que ellos son Cataluña y que representan la voluntad de la nación o el pueblo catalán, cuando la realidad es que electoralmente son menos de la mitad de los cinco millones y medio de votantes inscritos (en total son 7,7 millones de catalanes).
Los independistas americanos que se separaron de España en el siglo XIX se presentan como defensores de los indígenas y de toda la población de su continente mienten como bellacos
Del mismo modo que cuando los independistas americanos que se separaron de España en el siglo XIX se presentan como defensores de los indígenas (a los que no conocían) y de toda la población de su continente (tanto realistas como rebeldes lograron movilizar a muy pocas tropas) mienten como bellacos. Buen ejemplo de todo ello fue la batalla de Ayacucho (1824), que marcó el final del conflicto. Menos de 15.000 soldados, donde la mayor parte de los indígenas lucharon con las fuerzas realistas, decidieron la suerte de todo el continente.
Igual ocurre al levantamiento que precedió a la independencia cubana de 1898. La historia recuerda aquel episodio como una guerra popular contra España, pero casi el doble de cubanos sirvió en las filas leales a España de lo que lo hicieron en las separatistas. En total, unos 32.000 cubanos llevaron el uniforme de los voluntarios y combatieron a favor de seguir manteniendo los lazos con Madrid.
Está claro que en las revoluciones y las guerras civiles quienes ponen los cuchillos y las voces son unos pocos, mientras que los muertos y los tiros los ponen las mayorías.